En esta primera conversación de El Vórtice, Erik Del Bufalo (Miami, Estados Unidos, 1972) articula una reflexión sobre el tradicionalismo con base en las ideas de René Guénon. Del Bufalo defiende la primacía de lo espiritual y lo sagrado en la conciencia individual, frente a las dinámicas colectivas —políticas y espectaculares— que dominan el mundo material contemporáneo. Su enfoque, anclado en la Tradición, critica la modernidad como el olvido de las verdades inmutables y el desplazamiento de la salvación hacia el mito del progreso, proponiendo una reconexión con lo trascendente a través de la unidad esotérica de las religiones auténticas.
Hemos discutido previamente su formación deleuziana, y me contó que cuando era joven se consideraba un «deleuziano de derecha» (sic). ¿Cómo es que, teniendo ese bagaje, pasó a interesarse por el tradicionalismo, la Revolución Conservadora alemana y la Nouvelle Droite? Sé, por ejemplo, que La crisis del mundo moderno es uno de sus libros de cabecera.
Las ideas siempre tienen algo misterioso y los caminos que hacen los libros no siempre van en línea recta, tienen sus bifurcaciones. Si veo todo en retrospectiva me doy cuenta inmediatamente de que la visión que me ha guiado siempre es totalmente contemporánea, en el sentido preciso que le da Giorgio Agamben: «contemporáneo sólo es aquel capaz de ver la oscuridad de su época».
En un artículo escrito hace más de cien años, Ernesto Giménez Caballero enunció textualmente que lo Trascendente «antes se llamaba con una sola palabra: Dios. Ahora no sé cómo denominarlo». ¿Cree que nuestra civilización tiene un problema profundo con la idea de Dios? ¿Está todavía por alumbrarse una nueva manera de entender lo Trascendente que conmueva sus cimientos?
Trascendente también es el Estado y en ese sentido podríamos caer en la ilusión, como hizo el fascismo español, de que existe una relación metafísica entre Dios y el Estado. Lo vemos sintetizado en la expresión «¡Viva Cristo Rey!», la cual es más política que teológica. El fascismo español, a diferencia del italiano, va a hacer énfasis en esta yuxtaposición. Ahora bien, ciertamente, Dios puede ser considerado como transcendente en el sentido de que no depende de su creación; pero también debe ser visto como inmanente, ya que no podemos saber cuál es el límite entre Él y su creación. De hecho, al no poder ser Dios limitado, tampoco puede ser del todo trascendente. Pero apartando este problema teológico, creo que el sentido de tu pregunta está más próximo al problema no tanto de la trascendencia como de la «presencia».
Así como existe un mesianismo moderno, plasmado en la política, la economía y la tecnología, hay por lo mismo una idea moderna de la segunda venida, que además de tener un contorno espectacular, se plantea en la imaginación como «acontecimiento» de masas. Pero seguramente tiene razón Unamuno cuando afirma que si Dios (al menos como lo concibe el cristianismo), tiene un rango universal es sólo porque entierra sus «raíces en lo más íntimo de la individualidad humana». Dios se manifiesta siempre como consciencia, nunca como objeto (siempre finito por definición), mucho menos como espectáculo. Y sabemos que cuando cambia la consciencia todo se derrumba; tanto es así que incluso el más materialista de los filósofos está obligado a afirmar: «todo lo sólido se disuelve en el aire». Como la consciencia es invisible sólo vemos sus efectos en el mundo; pero no es el mundo el que cambia, cambia nuestra consciencia, el único lugar donde puede darse una epifanía.
¿Dónde situaría el surgimiento de la modernidad? Jacob Burckhardt lo situaba en el Renacimiento, mientras que figuras como Richard Weaver o más recientemente Aleksandr Duguin rastrean su origen en el nominalismo de Ockham.
Niklas Luhmann dice que la modernidad comienza cuando Dios deja de ser el observador y el hombre toma su lugar. Eso se da en varias etapas que no necesariamente forman un proceso lineal, por lo menos no al inicio. Pienso que la modernidad, propiamente dicha, comienza cuando pasamos de la idea de salvación a la idea de progreso y eso ocurre definitivamente entre el siglo XVII y el siglo XVIII. Dicho esto, Heidegger, sin embargo, afirma que la modernidad era un destino que ya estaba anunciado en el «olvido del Ser», propio a la filosofía griega. El problema del «origen» siempre es oscuro y complicado y nos «reenvía» infinitamente, para utilizar el término de Derrida, a un pasado móvil que se actualiza continuamente según va cambiando el presente.
En un diálogo anterior, me dijo el gran error de Evola era considerar que la casta de los sacerdotes (brahmanes) se podía sustituir por la casta de los guerreros (kshatriyas). Usted adhiere a la visión guenoniana, que postula que la primacía de los pueblos tradicionales se encontraba en el elemento sacerdotal o de liderazgo espiritual. Sin embargo hay quienes afirman, como el historiador Gonzalo Rodríguez, que en origen la casta guerrera y gobernante era indistinguible de la casta sacerdotal, puesto que un rey era al mismo tiempo jefe político y espiritual, por lo que una casta sacerdotal, como los brahmanes hindúes o los druidas celtas, es una manifestación debilitada o en declive de una cultura que separa al gobernante de su función de canalizar lo sagrado. De esto nos habrían llegado ecos a través de la Edad Media, conforme expone Kantorowicz en su obra Los dos cuerpos del rey. ¿Qué le respondería a quienes sostienen dicha tesis?
El primer jefe político de todas las civilizaciones, desde la edad de bronce para acá, se encuentra siempre encarnado en un pontifex, en un hacedor de puentes, como los son Akhenatón o Moisés, por ejemplo. Los reyes son sólo administradores secundarios de un poder que viene de lo sagrado. El Faraón no es un rey, es el sumo sacerdote y por ello concentra todo el poder político. El caudillo laico, cuyo antecedente es Cromwell y luego Napoleón (podría incluso incluir a los Libertadores), se vuelve en el siglo XX una creación modernista, vanguardista, dadaísta y futurista. Franco, Mussolini y Hitler son los paradigmas. Evola se inscribe en esa tendencia. Nada tiene que ver con el mundo tradicional. El mundo tradicional implica de suyo que el poder militar está sometido totalmente al poder espiritual y que el primer centro propiamente político es siempre un templo, el templo de Salomón, el templo de Palas Atenea o el templo de Quetzalcóatl. No importa. Pensar al revés es pensar en términos modernos, evolutivos, profanos.
Según Evola, el camino de la mano derecha y el de la mano izquierda correctamente entendidos poseen la misma validez. A pesar de ello, quizá quepa preguntarse si el camino de la mano izquierda, por su naturaleza transgresiva, comporta más riesgos que el de la mano derecha.
Encuentro la oposición entre ambos caminos que hace Evola muy problemática. En primer lugar, porque si bien son términos que provienen de los antiguos Vedas, dakshinachara y vāmāchāra, en principio sólo hacen referencia a ortodoxia y heterodoxia respectivamente, en el camino iniciático. Ello tiene que ver, más profundamente, con la incorporación, o no, de la energía femenina, de la Śakti en el proceso de reconstitución del hombre primordial. Es decir, de aquello que los alquimistas distinguen como la vía seca y la vía húmeda. Evola, sin embargo, asocia esta distinción clásica con la lectura que hace Nietzsche entre Apolo y Dionisos, dándole a la vía izquierda un carácter «dionisíaco», «mediterráneo», que lleva a la transgresión de las formas establecidas y la subversión de la excesiva «prudencia» apolínea. No obstante, lo dionisiaco y lo apolíneo en Nietzsche no tiene mucho de real ni de histórico y se inscribe en un marco bastante romántico, en el peor sentido de la palabra. Diría simplemente con respecto a esto que, en realidad, hay dos vías, «dos manos». La vía célibe y la vía del hombre que no teme a la mujer.
El islam tiene una vertiente esotérica (el sufismo), también el judaísmo (la Kabbalah). ¿Qué supone para el cristianismo haber perdido la suya (quizás, el gnosticismo o la gnosis) y cómo se podría recuperar?
Me haces una pregunta que toca un campo del cual no se puede hablar fácilmente. No porque deba ser secreto, sino por la naturaleza misma de su objeto. Sólo podemos decir a este respecto algunas cosas aproximativas. En primer lugar, había que aclarar el significado de «esoterismo». Este término nace en la Grecia antigua para referirse a un tipo de enseñanza o de trasmisión particular; la instrucción destinada a un grupo de personas preparadas para recibir un conocimiento y que no tenía un alcance público. Por ello, es una enseñanza de «boca a oreja» oral, de maestro a discípulo. No es una enseñanza para ser «publicada» o difundida a la sociedad en general.
En segundo lugar, el término «gnosticismo» dentro de la tradición cristiana se refiere a un tipo de cristianismo primitivo, influenciado por el neoplatonismo alejandrino y que los padres de la iglesia como Orígenes e Ireneo condenaron tajantemente como herejía y que es dejado de lado en el canon niceno cuando el cristianismo se convierte en una religión de Estado. Normalmente, la Iglesia llama gnosticismo a la escuela de Valentín y otras escuelas similares. Por ello, mejor que hablar de gnosticismo, resulta hablar de gnosis, que significa conocer las realidades más elevadas por medio del espíritu (nous). Juan usa el verbo de cual este sustantivo se deriva, ginosko, en el Evangelio sin darle un carácter neoplatónico pero sí fuertemente «gnóstico»; por ejemplo: «como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10:15). Usa esta fórmula para hablar del «buen pastor», es decir del buen guía, del buen maestro, aquel que «nos pone en el sendero del Padre». Comprender el alcance de esta enseñanza «esotérica» no supone un conjunto de creencias y preceptos, de textos o ideas, al cual uno puede adherirse o no. Aquí no estamos hablando de una heterodoxia sino de una metanoia; esto es, de una transmutación de la conciencia a partir de un ejercicio muy particular del espíritu que implica la superación de la dualidad entre lo no manifestado (el Padre) y lo manifestado (el Hijo). La gnosis, por lo tanto, no es una creencia ni una simple «filosofía», sino una transmutación real del espíritu. Ello implica un trabajo muy arduo adentro de sí mismo y que no tiene que ver con ninguna forma exterior de «creencia» o pistis, la cual no solo implica la «creencia» sino la «confianza en la buena fe de la autoridad». En el caso del cristianismo, en la autoridad pastoral. Sólo que ahora el «pastor» ya no es un maestro, como en el caso de Jesús, sino un clérigo, un supervisor, un funcionario.
Hecha esta primera observación, quizás demasiado larga, vamos al caso del cristianismo propiamente dicho. Me preguntas por qué a diferencia del judaísmo y del islam, el cristianismo no tiene un «esoterismo» o, más bien por qué lo perdió. Pero, en realidad, no existe un esoterismo de tal o cual religión. Hablar así es un contrasentido. Existe un sólo esoterismo, el que vincula a una religión históricamente dada y nacida siempre en un contexto cultural determinado con la naturaleza de lo Divino, la cual evidentemente no es ni histórica ni cultural, ni depende de las creencias de los hombres ni de las fuerzas políticas que pretenden darle forma; en fin, no es contingente. René Guénon llama a este conocimiento «Tradición primordial» que es el religar mismo de toda religión. Por ello, si lees con atención a Ibn Arabí o a Meister Eckhart te das cuenta de que están diciendo la misma cosa. Descubres que hay un nivel de «conocimiento» que va más allá del mero misticismo, o experiencia extática, y que nunca se debe confundir con una verdadera iniciación.
Lo que pudo haber perdido el cristianismo es la transmisión, la iniciación propiamente dicha, aquella de Juan el Bautista y que terminaba –¡no comenzaba!– con el bautismo, en tanto marca del iniciado. Es casi imposible que dentro del campo exterior, público o exotérico (el rito, el dogma y los sacramentos) consigas un maestro que te conduzca al centro de los misterios menores y mayores y que te haga pasar de la mera creencia pastoral, o verbal, al conocimiento real del simbolismo de la cruz como auténtica metanoia. Tan sólo plantear esto último está muy mal visto y en otras épocas suponía un funesto destino. Los últimos que lo hicieron fueron los Caballeros del Templo y los Fedeli d’Amore, bajo una forma propiamente cristiana que, por cierto, Dante Alighieri recoge, como posible miembro de la orden, en su obra poética. La Divina comedia, en tanto periplo de la ascensión del alma, puede darnos una idea, aunque vaga, de esta iniciación. Luego de ello, «el camino cristiano hacia el centro de los misterios» se encuentra siempre reconstruido por medio de otras tradiciones, como vemos en los Rosacruces, y en otras formas de compagnonnage que, luego del Renacimiento, finalmente derivan en otro tipo de organizaciones, cada vez más mundanas, a medida que la modernidad va opacando el mundo espiritual.
Ha aludido a los Fedeli d’Amore, a los que habría pertenecido Dante, y a su vinculación con la iniciación. Mircea Eliade estudia de forma extensiva en una de sus obras, Herreros y alquimistas, el carácter sacro de las cofradías y gremios en torno a los oficios. Por ejemplo, Jakob Böhme, el famoso místico que anhelaba remendar la ruptura de la Cristiandad, era zapatero. ¿Cómo de profunda cree que es la relación entre los oficios y la experiencia iniciática? ¿Podría volver a tener relevancia en nuestro futuro cercano? En el s. XIX figuras como William Morris trataron de dotar a los oficios de una dimensión trascendente de nuevo.
Sobre esto no sabría qué decir, salvo quizás citar la famosa frase taoísta: «antes de la iniciación era un buscador de agua y trabajaba. Luego de la iniciación soy un buscador de agua y trabajo».
Quisiera que explicara un poco la diferencia entre ciencia y Tradición. Podría decirse que la ciencia tiene verdades —mayormente temporales y sujetas a refutación—; mientras que la Tradición contiene la Verdad, en mayúscula y en singular.
La Tradición en el sentido de «Tradición primordial» no es una obra humana, sino divina, sería la revelación propiamente dicha. Mientras que la ciencia (antigua o moderna) es antropocéntrica y parte de la empresa humana. Pero la ciencia en tanto siempre es ciencia de lo real, que es uno de los atributos necesarios de lo divino, actualiza de algún modo, dentro de lo contingente, es decir, sólo lo que es real de un modo temporal, como las cosas físicas, principios «metafísicos» que son inmutables. Por supuesto, la ciencia solamente puede trabajar con estos principios como fenómenos y estos fenómenos como «extensión» o materia, es decir como «cantidad», y por esta razón tiende por sí misma a la absoluta dispersión del conocimiento al no tener una cualidad trascendente que le sirva de centro. A propósito de esto, es interesante, en un doble sentido, la tesis de Eric Voegelin. Para este pensador, que abreva tanto del catolicismo y del protestantismo, tanto la ciencia, la filosofía y la política modernas son productos del «gnosticismo cristiano» que, en él tiene el mismo carácter de herejía neoplatónica y la cual sería la madre de todos los males que vivimos actualmente. No es la tesis que yo comparto, pero está allí, pues muchos «tradicionalistas católicos» parten de esta idea. Para ellos la fe religiosa, el bien, es lo contrario, del saber, de la gnosis, a la que se le sigue otorgando un poder prometeico y mefistofélico y, sin querer, reintroducen, de un modo paradójico, la atribución de la creación de este mundo al «maligno demiurgo».
¿Cómo puede acercarse una persona formada dentro del catolicismo al pensamiento tradicionalista, que tiene como pilar la unidad trascendente de las religiones? Si bien la afirmación de que no hay salvación fuera de la Iglesia (Extra ecclesiam nulla salus) se ha matizado desde el Concilio Vaticano II, el catolicismo no se asume como un simple camino entre muchos.
Justamente, volvemos a la diferencia entre el tradicionalismo y la Tradición, la misma que existe entre contingencia y necesidad, temporal y atemporal. El tradicionalismo católico tiene una importancia política y no necesariamente espiritual o, más bien, es sólo espiritual en tanto política. Pues el catolicismo en Occidente fue capaz hasta hace poco de contener la hybris, la soberbia destructiva, de los poderes exclusivamente mundanos o impíos, en el sentido de que la función del poder espiritual es contener (to katechon) no sólo los abusos de los poderes temporales, sino el desarreglo de los apetitos particulares. Esta idea del catolicismo, como contención de todas las perversiones o derivas del poder económico o político, es explícita desde Dante hasta Carl Schmitt. Cuando hablamos de política y de la vida en general; no obstante, hablamos de formas históricas y pasajeras que afectan el modo de existencia de unos hombres particulares en un tiempo dado. Por ejemplo, desde el punto de vista interior o esotérico, no hay diferencia entre Ibn Arabí y Meister Eckart.
Ahora bien, se da por sentado que desde el punto vista político, la Sharía y «los valores cristianos» (aunque estén diluidos en valores seculares) tienen postulados muy distintos que podrían afectar el modo de vivir, o «el estilo de vida», desde las costumbres sociales más básicas hasta las formas de gobierno. Esa es la tesis liberal, aunque se ha visto en muchas partes del mundo que sí pueden convivir tranquilamente. Dicho esto, si el liberalismo moderno se empeña en «un conflicto de civilizaciones», regulado desde el mercado global; para nosotros, desde un punto de vista escatológico, no podemos siquiera intuir la paz perpetua dentro del conflicto de lo secular (materialismo) y lo religioso (sensu stricto), que es el verdadero problema de nuestra época.
Con esta idea en mente, quiero abordar la segunda parte de tu cuestionamiento, lo que se refiere a la «sola salvación dentro de la Iglesia». Tanto la pregunta como las posibles respuestas son problemáticas. No obstante, estoy convencido que el Concilio Vaticano II hace mucho más que «matizar»; de hecho, abre la puerta a otras tradiciones. En el 2011, en la ciudad de San Francisco, Asís, Benedicto XVI lanza «La Jornada de Reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia del mundo», conferencia ecuménica que replica a otra conferencia similar que Juan Pablo II ya había realizado en su momento. Benedicto XVI invita a todos aquellos que él considera sacerdotes de «religiones que verdaderamente buscan a Dios» y excluye a sectas y movimientos sincréticos. En su intervención no habla en ningún momento de «salvación solo dentro de la Iglesia». Al contrario, traza un clivaje radical entre las religiones y los «ateos de Estado», y es en los últimos donde encuentra el verdadero peligro para la humanidad. Ese mensaje es totalmente consistente con el Evangelio, cuando se afirma que: «Porque por gracia han sido salvados por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, sino para que nadie se gloríe» (Efesios 2: 8-9). La Iglesia no puede vanagloriarse de la salvación que sólo es «obra de Dios».
Esto último me hace regresar un poco al misterio de la vía interior o de la gnosis. Cristo, mucho antes de la Iglesia, antes incluso de la Resurrección, salvó al «buen ladrón» que no era un hombre «justo», ni conocía al Padre nuestro, ni por supuesto, era cristiano: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lucas 23:43). Esta visión es simétrica a otra afirmación en el Evangelio que nos permite vislumbrar el carácter totalmente esotérico que tenía la enseñanza de Jesús antes de la caída del Templo, en el año 70 de nuestra era, y mucho antes de que Pablo diera forma al cristianismo universalista que Constantino terminaría por consolidar: «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César». (Marcos 12:17) o «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Juan 18: 36). Quería terminar la respuesta a esta pregunta con estas citas, pues por más que se quiera reconstruir una «tradición» entendida en minúscula, como mera cultura, por más que se quiera dar poder político nuevamente a la Iglesia, incluso, por más poder militar, como tuvo el «Caudillo por la gracia de Dios», y por más «¡viva Cristo Rey!» que se exclame, una vez que se pierde el eje vertical de la cruz (del Cielo a la tierra), el eje horizontal (la comunión entre los hombres) se deshace y se recompone de otra manera. Es lo que estamos presenciando, no de ahora, sino desde hace ya varios siglos. Si me aventuro un poco, desde la infame condena, sólo por motivos de poder político y otras mezquindades, a los maestros templarios.