Schmitt como pensador pluralista y metapolítico: una conversación con Yesurún Moreno

La preocupación del alemán es la que nace de la traumática experiencia del vacío de poder que supuso la caída de la República de Weimar. Por así decirlo, mientras uno indaga si la era de los Estados ha pasado y, por tanto, si el sujeto político de la Modernidad por antonomasia ha sido definitivamente desbordado, esto es, el Estado nación; sus manoseadores posmodernos celebran la era de la indiferenciación, mezclando lo público y lo privado...

A modo de exordio, nos gustaría que se presentara, por favor. Si bien conocemos y respetamos su trabajo, preferiríamos que esto se realice en sus propios términos.

Poco puede decir uno de sí mismo… Quizá lo más importante sea siempre la remisión al origen. Nací y crecí en una familia de fuertes principios católicos y de poca formación académica. Sin embargo, en el seno de mi familia descubrí una brújula moral que –con las oscilaciones propias de los avatares de la vida– me condujo siempre a una búsqueda de la Verdad. Ahora bien, los orígenes humildes no deben confundirse con la ignorancia. En la cultura popular se encarna una sabiduría que excede, con mucho, la verborrea academicista. De ahí, quizá, que mi modo expositivo no sea nunca el de la falsa neutralidad académica ni el del mero activismo político.

Dicho lo cual, me he definido siempre como teórico político, categoría que se encuentra en una encrucijada en la actualidad por la rapacidad y los excesos de cuantitativistas y politólogos varios, siempre de espaldas a las resonancias del Ser. Soy docente del Instituto Beatriz Galindo – La Latina (IBG-LL), donde dirijo el Diploma Superior en Carl Schmitt: lo católico como Modernidad alternativa e imparto clases en el Instituto Superior de Sociología Economía y Política (ISSEP).

Dentro de este modo particular de enjuiciar y mirar la realidad, he empleado, en la medida de mis posibilidades, las anteojeras de autores como Karl Marx, Donoso Cortés, Carl Schmitt, Michel Foucault, Byung-Chul Han, Nicos Poulantzas, etc. En esta línea, he escrito algún ensayo como Una revisión crítica de Surveiller et Punir y la concepción del poder en Michel Foucault (Beers&Politics, 2020) y El Estado en disputa (Ediciones Imago Mundi/El Viejo Topo, 2022-2023), así como un par de antologías sobre Juan Donoso Cortés: La razón antiliberal (Editorial Manuscritos, 2024) y El Verbo y la espada. La filosofía del orden de Donoso Cortés (Editorial Conservadora, 2025). En mi personal itinerario ideológico he ido evolucionando, pero siempre he tratado de colaborar con los mejores: Francisco Erice, Göran Therborn, Dalmacio Negro Pavón, próximamente Alain de Benoist y José Javier Esparza, etc.

Asimismo, estoy preparando un ensayo monográfico sobre Byung-Chul Han y acabando de redactar un ensayo filosófico sobre la conquista española de América desde una perspectiva schmittiana, que saldrá pronto publicado en la editorial Homo Legens.

Del mismo modo que los existencialistas y los posestructuralistas trataron de reapropiarse de Heidegger desde la izquierda indefinida, ¿considera que ha ocurrido algo similar con Schmitt, frecuentemente citado y usado selectivamente por figuras del entorno de Podemos o intelectuales como Chantal Mouffe?

Como es bien sabido, Carl Schmitt ha suscitado el interés de todo el espectro político, de izquierda a derecha. Yo mismo me introduje en Schmitt por la mediación de los intelectuales orgánicos del primer Podemos. Recuerdo leer entusiasmado aquel librito coordinado por Pablo Iglesias: Ganar o morir. Lecciones políticas en Juego de tronos (2014). Básicamente, porque me encantaba la serie, claro. Sin embargo, la recuperación del jurista de Plettenberg no está exenta de problemas… La interpretación que hemos recibido es una muy parcial, equívoca y superficial lectura de El concepto de lo político (1927) y, en menor grado, de Teoría del Partisano (1963). Se limita únicamente a estas dos obras. Ambas, además, torpemente mixturadas con las teorías acerca del Imperio de Michael Hardt y Antonio Negri, ejercicio teórico que desdibujó completamente el lugar de la enunciación de la obra de Schmitt. La preocupación del alemán es la que nace de la traumática experiencia del vacío de poder que supuso la caída de la República de Weimar. Por así decirlo, mientras uno indaga si la era de los Estados ha pasado y, por tanto, si el sujeto político de la Modernidad por antonomasia ha sido definitivamente desbordado, esto es, el Estado nación; sus manoseadores posmodernos celebran la era de la indiferenciación, mezclando lo público y lo privado, lo político y lo personal, lo global y lo local, lo nacional y lo supranacional, al hostis y al inimicus, en definitiva, son los promotores (por arriba y por abajo) del advenimiento de un nuevo sujeto político en la globalización: la multitud. Con tal de sustentar su idea del «pluralismo agonista», ahondan en lo que mi maestro Jerónimo Molina denominó «el mito Carl Schmitt» en su libro homónimo.

Schmitt, que no era tonto, ya en su entrevista con Fulco Lanchester (noviembre de 1982), hastiado de la mediocridad y desfachatez de quienes se acercaban a su obra, se lamentaba: «Sobre mí se escribe a mansalva, lo hacen hasta algunos estúpidos estudiantes de licenciatura. A los noventa y cinco años fastidia que cualquier universitario se permita escribir su tesina sobre uno. Y lo hacen a montones, cada uno más idiota que el anterior, hoy cincuenta, mañana cien; cosas que sonrojarían a cualquiera».

Sea como fuere, lo interesante de la pluralidad de perspectivas que se han abierto con la recuperación del pensamiento teórico-político de Carl Schmitt no es tanto las aportaciones que se haya podido hacer (más bien nulas), sino el mero hecho del interés plural que ha provocado el de Plettenberg. ¿A qué se debe? Principalmente a dos razones. Veamos.

  1. Por un lado, se ha venido construyendo la imagen de un Schmitt antidemocrático, oscuro y antipluralista, cuando la realidad es que toda su obra se dedica a reconquistar espacios de pluralidad política, él es un perseguidor de lo político (Jerónimo Molina dixit). Su proyecto intelectual es el de la defensa del «pluriverso de Estados». De hecho, a modo axiomático él mismo cargó tintas contra el falso pluralismo. En su conferencia titulada «Ética de Estado y Estado pluralista» de 1930 afirma: «El mundo político es por tanto esencialmente pluralista. Y los portadores de este pluralismo son las unidades políticas como tales, esto es, los Estados (…). La pluralidad de Estados, esto es, de unidades políticas de los distintos pueblos, es, según esto, la expresión pura de un pluralismo bien entendido». Este «pluralismo bien entendido» es la precondición para que autores tan dispares se hayan interesado en las últimas décadas por nuestro autor. Cabe destacar a los populistas y latinoamericanistas Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Pablo Iglesias, Íñigo Errejón; así como a los representantes de la French y la Italian Theory Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Franco «Bifo» Berardi o Jacques Derrida, Claude Leffort y Alain Badiou; y, por último, a pensadores de la Nueva Derecha como Alain de Benoist en Francia, Günther Maschke en Alemania, Claudio Mutti en Italia, Alberto Buela en Argentina, José Javier Esparza en España y Aleksandr Duguin en Rusia. Hay incluso autores poco sospechosos de antiliberales que se han interesado profundamente en él, pienso en José Esteve Pardo, Francisco Sosa Wagner, Andrés Rosler, Luis Oro Tapia o Carlo Gambescia. En resumidas cuentas, el interés en torno a la figura de Schmitt no puede sino ser plural porque, en esencia, se trata de un autor nítidamente pluralista.
  2. Por otro lado, si Schmitt ha penetrado en escuelas y autores tan diversos, esto se debe a que su propuesta teórico-política no puede encajonarse en los corsés de las categorías izquierda/derecha. Carl Schmitt es un pensador que se abre al mito y al arcano. Tal y como reconoce Nicolaus Sombart, hijo del prestigioso historiador Werner Sombart, en su opúsculo titulado Passeggiate con Carl Schmitt (2011): «Esto era un “saber diferente”. Claramente, como ya sabía, existían dos tipos de saber y dos modos de “conocer” (…). Conocía el primero a través de mi padre, el otro me fue desvelado a través de mis colegas (…). Se trataba claramente de dos mentalidades, de dos estructuras de pensamiento completamente diferentes, una operaba por conceptos y hechos, la otra por símbolos e imágenes (…). Aquí un sistema de saber positivo, la base de lo que nosotros llamamos “ciencia”; allá una ligazón oculta de certezas místicas y significados simbólicos que pueden reaparecer lejos en el tiempo (…). El nombre de todo esto es “gnosis”. A mi parecer, en Carl Schmitt existía una extraordinaria mezcla de estas dos corrientes de pensamiento entre ellas opuestas e incompatibles. Era un hombre de ciencia, de pensamiento conceptual (un profesor como mi padre, empeñado en el saber racional y discursivo, un maestro del silogismo, de la deducción lógica). Al mismo tiempo, era también un miste, un epópto que no transmite sus conclusiones en fórmulas ni conceptos, sino en símbolos e imágenes (…). No pensaba en la mitología griega y asiática, prefería los personajes de la teología cristiana y la gnosis hasta su tardía forma hegeliana». De este modo, sugerimos que el jurista alemán está en el horizonte del pensamiento metapolítico, es decir, que va más allá de la mera arena política, de la pura gestión y de las raquíticas categorías de la Ciencia Política. Siguiendo las palabras de mi buen amigo Juan Carlos Vergara: «Allí donde hablemos de metapolítica, haremos referencia al ámbito de la Weltanschauung o visión de mundo. De acuerdo al planteamiento metapolítico, la cuestión no se juega en la díada izquierda/derecha, pues ambas son actualmente canales de expresión de una misma cosmovisión anclada a los principios de la modernidad: el mecanicismo, el cosmopolitismo, el economicismo, el individualismo, el materialismo, la democracia de masas, el nihilismo, etc., y todo aquello que puede ser considerado parte del mundo burgués, el de la fragmentación y la atomización de la totalidad originaria. En tal medida, antes que la cuestión política, la metapolítica atiende a los fundamentos, es decir, a la cultura en el sentido fuerte de grandes valores espirituales (…). En tal perspectiva, metapolítica podría ser sinónimo de filosofía de la cultura». Y la «mirada de Jano» de Schmitt, como la denominara Carlo Galli, atendía siempre inequívocamente a los fundamentos de lo político.

Por estas dos razones considero que Schmitt es una figura poderosamente atrayente y que ha influido en una amalgama tan variopinta de lectores, exégetas y seguidores.

Su compañero de Posmodernia Adriano Erriguel asegura que el populismo, lejos de ser la simplificación de realidades complejas, reintroduce la dimensión conflictual que es la esencia de la política y que el liberalismo había evacuado de la vida pública. ¿Cuál cree que es la influencia schmittiana en lo que Alain de Benoist llama «momento populista» y los movimientos y partidos soberanistas que han surgido en diversas partes del mundo, pero sobre todo en Europa?

En las lecciones que imparto en el ISSEP de Madrid sobre los populismos suelo comenzar preguntando si hay economistas en el aula para introducir el fenómeno populista mediante la explicación de la llamada «Tragedia de los comunes».

En 1968, Garrett Hardin publicaba en la revista Science un artículo que pronto adquirió estatus de ciencia económica: «The Tragedy of the Commons». La tesis principal plantea que todo bien comunal está condenado a su destrucción por la acción irracionalmente racional de los individuos. En su opinión, el individuo buscará racionalmente la maximización de su interés particular, aunque, eventualmente, ello vaya en desmedro del interés colectivo. He ahí el irracionalismo racional. Este dilema, estudiado en todas las facultades de economía, encubre un argumento ideológico fatalista, en virtud del cual, los hombres están abocados a destruir toda forma de bien común, aunque a ninguno de ellos, ya como individuos ya como comunidad, les convenga que tal destrucción suceda.

Hardin argumenta así que los recursos manejados a nivel comunitario son más vulnerables al uso abusivo e irracional, por lo cual es necesario que los gobiernos establezcan regulaciones. En otras palabras, la única manera de evitar una sobreexplotación de los recursos es la transformación de la propiedad comunal en propiedad privada o propiedad estatal.

Pero esta mistificación es también una mitificación: la de la antropología liberal. Como suele explicar mi colega Diego Fusaro, cuando algo no funciona, por ejemplo, el pulmón afectado por pulmonía, es preciso tratar el órgano enfermo para que sane, ya que sería absurdo extirparlo de buenas a primeras. Pues bien, la solución que propone Garrett Hardin no es otra que la abolición del régimen comunal, es decir, la extirpación del pulmón.

Lo que subyace al cientificismo economicista del estadounidense es, en realidad, un alegato contra las formas tradicionales de organización comunitaria que, durante siglos, en toda Europa habían ordenado el uso de la tierra, el agua o los bosques mediante el derecho consuetudinario sin necesidad de que interviniese ni la mano invisible del mercado, ni la ceguera del Leviatán. El texto de Hardin sirvió para legitimar la narrativa ilustrada de la desposesión, ese «inmenso latrocinio» del que hablaba Marcelino Menéndez Pelayo (a propósito de las Desamortizaciones del siglo XIX).

Autores como Karl Marx, Karl Polanyi o Josep Fontana, en sus respectivos tiempos históricos, cargaron tintas contra la mitología legitimadora del avance del Progreso y la inexorable consolidación del modo de producción capitalista y del mercado como única –y abstracta– entidad reguladora del ente social. Estos autores repararon en la angustia existencial y en la traumática ruptura que supuso, para el campesinado de los siglos XV y XVI, el hecho de que aquellas tierras comunales, de las que habían gozado sus antepasados, sus abuelos, sus padres y, que hasta entonces habían estado regidas por la tradición, los usos y las costumbres, pasaran a pertenecer a un puñado de hombres desconocidos que provenían de los burgos, esto es, la incipiente burguesía. Tal apropiación forzosa estaba a la base de lo que Karl Marx denominó ursprüngliche Akkumulation (acumulación originaria).

En un artículo publicado el 25 de octubre de 1842 en la Rheinische Zeitung (Gaceta Renana) titulado «Los debates sobre la Ley del Robo de Leña», el propio Marx puso énfasis en la fuerza del carácter orgánico de la Gemeinschaft (Comunidad) que más tarde recogerán los populistas. Veamos: «Para apropiarse de leña verde hay que separarla con violencia de su conjunto orgánico. Es un abierto atentado al árbol y por lo mismo un abierto atentado al propietario del árbol. Por otra parte, si se sustrae a un tercero leña cortada, la leña cortada es un producto del propietario. Esta es ya madera elaborada. En lugar de la relación natural con la propiedad aparece la relación artificial. Por lo tanto, quien sustrae leña cortada, sustrae propiedad (…). Y a pesar de esta diferencia esencial denomináis a ambos robo y los pensáis como tal. Incluso pensáis la recolección de leña suelta con mayor severidad que el robo, pues la pensáis ya al declarar que es un robo, pena que no imponéis evidentemente al robo de leña (…). ‘Il y a deux genres de corruption’ –dice Montesquieu– ‘Tun lorsque le peuple n’observe point les lois; l’autre lorsque’il est corrompu per les loix: mal incurable parce qu’il est dans le remede meme’ (…). Habéis confundido los límites, pero os equivocáis si creéis que la confusión obra sólo en interés vuestro. El pueblo ve la pena y no ve el delito, y puesto que ve la pena donde no hay delito no verá ningún delito donde haya una pena».

Marx opone lo natural a lo artificial, lo orgánico a lo inorgánico, la costumbre a la ley abstracta. En esa tensión percibe, en primer lugar, el desasosiego, la confusión y el extrañamiento de un pueblo que no comprende por qué recoger leña es un robo y, en segundo lugar, la corrupción del cuerpo social por la imposición top-down de una fría e impersonal Ley prusiana sobre el robo de leña (1836).

En terminología schmittiana, la tierra, iustissima tellus, es la base del orden concreto, mientras que la fluidez del capital persigue el ritmo trepidante de las finanzas y de la especulación bursátil. Hoy, los perdedores de la globalización tratan de meter palos en la rueda del Progreso financiero. De ahí que prefieran, por ejemplo, modelos económicos proteccionistas. Tanto los luditas y cartistas como los soberanistas y populistas buscan, en realidad, lo mismo: certezas en un mundo que se cae a pedazos. Como rezaba el viejo adagio marxiano: «Todo lo sólido se desvanece en el aire». Unos y otros presenciaron la desaparición de sus propias formas de vida y se opusieron y oponen a los cantos de sirena del Progreso que –implacable– va arrollando sus hábitos, costumbres y tradiciones. No comas carne, no fumes, no vayas en automóvil, vive en ciudades de 15 minutos, no tengas nada y serás feliz…

Sin embargo, el Mito de la Tragedia de los comunes actúa en dos direcciones: i) la ya señalada: el encubrimiento ideológico del sistema capitalista, que persigue abolir las formas tradicionales de organización comunitaria; ii) la nostalgia romántica: los comunes simbolizan una forma de vida prístina, orgánica, el arraigo del pueblo a su patria y sus gentes, una economía moral basada en el uso y no en el lucro, y una relación armónica con la naturaleza. Pero tanto el economicismo como el bucolismo son dos expresiones exacerbadas del Mito de la Tragedia de los comunes (que nos sirve para tomar conciencia del complejo y caleidoscópico fenómeno populista).

En mi humilde opinión, la aproximación de Benoist al fenómeno populista, acometida en su artículo «La Cause du Peuple» (Revue Éléments), es la más estimulante porque condensa lo que he tratado de evocar con Marx y los comunes. Alain de Benoist es como Carl Schmitt un partidario de la tierra. En este sentido, para él, todo movimiento populista que se precie:

  1. Muestra un compromiso hacia las comunidades locales.
  2. Desconfía del estatismo y del individualismo liberal.
  3. Es profundamente anticapitalista.
  4. Está fundado en la moral popular (que la élite desprecia).
  5. Busca crear nuevos espacios de expresión colectiva sobre la base de la proximidad.
  6. Postula que la participación es más importante que las instituciones.
  7. Se articula en torno a la noción de subsidiariedad.
  8. Se opone a élites político-mediáticas, gerenciales y burocráticas (carácter antielitista).
  9. Sintetiza el eje justicia social/seguridad (que supera y sustituye al clásico eje izquierda/derecha).
  10. Denuncia que las diferencias entre los «grandes partidos» del sistema son cosméticas.
  11. Se apoya en el principio de soberanía popular y aborrece las limitaciones de la democracia liberal y del Estado de derecho.

Los populismos pueden definirse, desde este enfoque, como una serie de movimientos y corrientes políticas que se articulan en torno a varios principios orientados a poner en el centro la Causa del Pueblo, es decir, se proponen reintroducir la dimensión conflictual que es la esencia de la política y que el liberalismo había evacuado o neutralizado (por seguir la terminología schmittiana). En resumidas cuentas, los principios del populismo son: i) principio de realidad, que privilegia lo concreto y cotidiano sobre lo abstracto o teórico; ii) principio de proximidad, que prioriza lo cercano y local frente a lo alejado o global; iii) principio de subsidiariedad, que promueve que las decisiones se tomen en los niveles más próximos al pueblo (y no en instancias alejadas y divorciadas de él); iv) principio participativo, que aboga por la concurrencia directa del pueblo en los asuntos públicos antes que por la mediación institucional; v) principio de semejanza, que pone en valor todo lo que constituye la identidad: lo propio, lo culturalmente afín, sobre lo ajeno o impuesto desde fuera. Además, es i) de carácter interclasista, al buscar suturar las heridas entre las clases sociales bajo la idea de Pueblo; ii) de carácter antielitista, con una crítica frontal a las élites políticas, económicas, gerenciales, académicas y mediáticas; iii) de carácter antiteleológico, puesto que no se basa en una concepción cerrada de etapas de la historia que deben ir madurando hasta el estallido revolucionario; iv) de carácter justicialista, entendido como la defensa de la justicia social y la fraternidad, en aras de una mayor redistribución de la riqueza (ya que la globalización ha creado enormes brechas sociales). En conjunto, estos principios configuran una visión política que busca restituir la dignidad y el poder del «pueblo» que han quedado orilladas por las élites tecnocráticas y globalistas.

El corazón del populismo reside precisamente en la actitud de profunda desconfianza y desafiamiento a leyes abstractas que tratan de disciplinar al pueblo, leyes que son tomadas por hombres trajeados que no piensan, viven y se comportan como lo hace el pueblo de a pie, ya sean las autoridades prusianas, la Troika, los burócratas de Bruselas o los técnicos de la Agenda 2030. El trabalenguas final del artículo firmado por Marx resume a la perfección tal actitud: «El pueblo ve la pena y no ve el delito, y puesto que ve la pena donde no hay delito, no verá ningún delito donde haya una pena». Lo que, por otro lado, condensa la rabia popular y el radicalismo democrático de Robespierre, a quien se atribuye aquello de: «Cuando la ley es injusta, es justo desobedecerla». El populismo, lejos de ser una expresión antipolítica, es la re-politización de la vida de un pueblo.

Si se me permite la boutade… No es posible entender a Alain de Benoist sin Carl Schmitt, como tampoco es posible comprender el auge de los movimientos populistas sin Alain de Benoist, padre de la Nouvelle Droite.

Schmitt no niega en Catolicismo romano y forma política que los católicos, impulsados por la pobreza y la necesidad, emigraran masivamente, pero añade que lo hicieron conservando una nostalgia por la tierra. A su juicio, este sentimiento es el núcleo del ethos católico, un contraste con el universalismo propio de la esfera protestante, que genera individuos capaces de asentarse en cualquier lugar. No obstante, existe evidencia de que el conservadurismo y posliberalismo de raíz angloprotestante también produce defensas vigorosas del arraigo –como la oikofilia de Roger Scruton o la dicotomía AnywheresSomewheres de David Goodhart–. En vista de esto, ¿el conflicto fundamental entre arraigo y desarraigo podría responder menos a una cuestión de división religiosa que a una distinción de orden sociocultural o antropológica más amplia?

Desconozco el caso de David Goodhart, así que no entraré en ello… Pero, en esta línea, sí existen casos portentosos como el del teólogo metodista Daniel Bell Jr., autor de la interesante obra La Economía del deseo: Cristianismo y capitalismo en el mundo postmoderno (Nuevo Inicio, 2021) o del escritor protestante Wendell Berry, autor de El Arte de cuidar la Casa Común: Ensayos sobre cultura agraria (Nuevo Inicio, 2019). Ambas son manifestaciones por fuera del catolicísimo de esas «defensas vigorosas del arraigo» de las que hablas. El influjo nuclear de la religión no debe verse como un automatismo, actúa siempre de modos indirectos.

Por otro lado, el caso de Sir Roger Scruton es muy interesante… Para sustentar su idea de la «oikofilia», el inglés debe recurrir tanto a un término griego, el Oikos (hogar) como a un concepto del antiguo alto alemán, el heim-at. Esta otra palabra de uso común en el Medioevo significa casa, hogar, tierra natal o patria. En su ensayo Filosofía Verde. Cómo reflexionar seriamente sobre el planeta (Homo Legens, 2021) afirma lo siguiente: «Denomino este afecto (o esta familia de afectos) como oikofilia, que quiere decir amor al oikos u hogar. El término griego aparece, en su forma latina, en “economía” o “ecología”; pero yo lo utilizo para describir ese estrato profundo de la psique humana que los alemanes conocen como heimatgefühl (…). El énfasis conservador en la economía comienza a cobrar sentido si reestablecemos el lugar del oikos en la oikonomía. El respeto al oikos es la verdadera razón por la que los conservadores se desmarcan del activismo ecológico hoy en boga (…). Las suspicacias hacia el heimatgefühl van más lejos. Muchos intelectuales alemanes coinciden con Bernhard Schlink en que las recientes invocaciones al heimat contienen en sí una peligrosa semilla del utopismo. Han llegado a concebir el hogar como un “no lugar” armado a partir de necesidades emocionales imposibles de satisfacer y, por tanto, como una amenaza a esas realidades que desagradan a quien lo anhela». Esto último es muy interesante. Para Heidegger existe un destino fatal al que estamos abocados por haber desatado las fuerzas nihilistas de la técnica, esto es, el desarraigo (Heimatlosigkeit). Y como dice el filósofo chino Yuk Hui en Post-Europa (2025): «cuando el desarraigo se torna el destino del mundo, el alma es comparable a una planta de interior en el sentido de que podría crecer en, y transportarse a, cualquier lugar del planeta (…). Esta añoranza de la tierra sigue haciéndose más intensa porque la modernización implica la destrucción de lo antiguo y la creación de algo global (…). El desarraigo [Heimatlosigkeit] equivale a la desesperanza [Heillosigkeit] de Occidente [Abendland], la tierra de Poniente, en los albores del americanismo y su fuerza imperial, basada en sus tecnologías planetarias». Si como arguye el propio Hui, la añoranza de la tierra en vez de disminuir va a intensificarse y, como él mismo intuye «dos movimientos opuestos están ocurriendo a la vez: planetización y retorno al hogar», me declaro amigo, schmittianamente hablando, de los partidarios del retorno al hogar, eso sí, desde las coordenadas de mi propia civilización, que es la católica.

Finalmente, en opinión de Sir Roger Scruton: «La verdadera misión del ecologismo estriba en preservar este sentimiento y en protegerlo de todas las amenazas que se ciernen sobre él: de la oikofobia (repudio del propio hogar), de la tecnofilia (ansia de arrasar el hogar con dispositivos funcionales), del consumismo (el triunfo de una razón instrumental que no está vinculada a ningún lugar concreto) y de ese deseo de explotar y profanar que podemos incluir entre las inclinaciones desordenadas permanentes de la naturaleza humana». ¿Quién ha encarnado ese terrisme o apego a la tierra frente a las fuerzas disolventes del avance tecno-científico? Los pueblos católicos (y también los ortodoxos). Y, ¿de entre los pueblos católicos cuál ha sido la potencia que ha enfrentado de tú a tú a las potencias talasocráticas anglosajonas? El Imperio español. Hermann Keyserling lo define de un modo maravilloso en Europa. Análisis espectral de un continente (Editorial Renacimiento, 2021): «Los tonos fundamentales originarios de la vida terrenal suenan en España con una ingenuidad perfecta y determinan la vida en un grado mayor que en ningún otro lugar de la tierra (…). Lo ejemplar consiste en que la patética española, que es de una parte la de la adhesión a la tierra, y de otra el anhelo celestial del quijotismo, en el plano de la existencia humana, se presenta como ethos acabado; como poder de ser forma y darla».

Soy consciente de que la civilización católica no es la única de carácter telúrico… Lo eran también las poblaciones autóctonas del continente americano, lo son la mayoría de pueblos ortodoxos, muchos pueblos africanos, árabes e incluso algunas familias del pueblo judío. Si he dedicado un curso académico a la dualidad ontológica tierra y mar es porque considero que son esas dos fuerzas, la hispano-católica y la anglo-protestante, las que se disputaron el sentido de la Modernidad en tanto que proyectos civilizatorios universalistas diametralmente opuestos. Si consideramos que la Modernidad no ha concluido aún, el intento de rescatar una Modernidad alternativa no racionalista, no utilitarista, no economicista, no materialista, no individualista, no cosmopolita, no nihilista y, en definitiva, no capitalista, debe pasar por rastrear las «radiaciones cósmicas» del catolicismo.

Por otro lado, Chesterton, al igual que hiciera Schmitt en Catolicismo romano y forma política (1923), describe la añoranza eminentemente católica de aquel que –por fuerza mayor– se ha visto obligado a abandonar su tierra y su parentela. El escritor británico descubre el Dasein telúrico-católico en la mítica figura de Ulises (aquel que no disfruta de la experiencia moderna del viaje como algo lúdico, ni del turismo consumista de los «lugares»). A la pregunta schmittiana: ¿Por qué no hay ninguna emigración católica del tipo de la de los hugonotes o de los puritanos? Podemos responder con el Chesterton de Herejes (1905): «el verdadero Ulises no desea en absoluto viajar. Lo que desea es regresar a casa (…). A un hombre no le hace ningún daño sentirse orgulloso de su país, y le hace un daño comparativamente muy pequeño sentirse orgulloso de sus antepasados remotos». Y es que esto que, como bien ha indicado en su pregunta, en Carl Schmitt y Gilbert Keith Chesterton parece una mera intuición, tiene más enjundia de lo que podría parecer a simple vista… También Chateaubriand –escritor no en balde católico– reparó en ello, al sugerir, en El genio del cristianismo (1856), que el exiliado no sabe si volverá a ver su hogar puesto que «el destierro que lo ha arrojado fuera de su país parece haberlo arrojado fuera del mundo». El historiador hispanista John Elliott en su vasta y documentada obra Imperios del mundo atlántico (2018) ratifica esta postura: «No había nada comparable en el mundo hispánico a este movimiento masivo de inmigrantes blancos a la Norteamérica británica durante la primera mitad del siglo XVIII». Quizá la explicación se halle en el hecho de que el puritanismo en su empeño por purificar (en clave interna) la comunidad política acabara diseminando en sus colonias penales a ladrones y delincuentes, o quizá se tratara simplemente de ese «elemento vivificador que impulsa hacia el exterior» (contrario al «principio de la vida familiar») del que nos hablaba Hegel en sus Fundamentos de Filosofía del Derecho (1821). Sea como fuere, en el mundo católico esos desplazamientos demográficos masivos sólo se dan de forma forzosa y corresponden a lo que he denominado «síndrome de Ulises» en mis lecciones del Diploma Superior en Carl Schmitt: lo católico como Modernidad alternativa del IBG-LL y que he apuntado también en algún artículo.

Personalmente, aun siendo católico, le tenderé la mano a todo aquel que esté dispuesto a enfrentar la oikofobia, la tecnofilia, el consumismo y ese deseo de explotar y profanar la Creación. Me da lo mismo si se trata de un heideggeriano, un jüngeriano, un spengleriano o un byung-chul-handiano. Como decía Mao Zedong, el reto histórico al que nos enfrentamos exige que «unamos a todos los elementos susceptibles de ser unidos contra el enemigo principal».

Sabemos que el Diploma en Carl Schmitt: lo católico como Modernidad alternativa que dirige ofrece amplio material de lectura, pero querríamos que nos diera una lista de obras esenciales del jurista de Plettenberg y el orden correcto para leerlas.

Voy a ser muy sintético. Hay tantos itinterarios de lectura de Schmitt como lectores, pero ¿qué recomendaría yo? Déjenme abusar un poco más del recurso de la cita. Adoro el apego a la textualidad. Mis clases siempre están repletas de bibliografía. En mi opinión, el buen profesor es sólo un puente entre el alumno y los verdaderos maestros. ¿Quién es uno para sugerir tal o cual idea sin remitirse a las fuentes? No creo en el adanismo intelectual…

Nicolaus Sombart, amigo y discípulo de Schmitt, decía sobre Tierra y mar (1942): “lo considero su libro más bello y, estoy seguro, también el más importante, porque pone de relieve la quintaesencia de su historia de la filosofía gnóstica”. Entonces, poniendo como piedra angular de su obra este breve texto sugeriría seguir este orden.

  1. «Un mundo en grandiosa tensión» [Trad. Jerónimo Molina]. Carl Schmitt Studien.
  2. Tierra y mar. Una reflexión sobre la historia universal. Madrid: Editorial Trotta.
  3. Catolicismo romano y forma política. Madrid: Editorial Tecnos.
  4. El nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del ‘Ius publicum europaeum’. Granada: Editorial Comares.
Silvio Salas
Silvio Salas